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"Educación deportiva" por José Javier Fernández Jáuregui

Conviene recordar las notas esenciales del deporte tal como las presentaba en 1922 el barón Pierre de Coubertin: “Iniciativa, perseverancia, intensidad, búsqueda de perfeccionamiento, menosprecio del peligro”. Después de haber luchado durante más de cuarenta años para restaurar los Juegos Olímpicos y poco antes de su fallecimiento perseveraba en su afán de dar un sentido eminentemente educativo al movimiento olímpico, resumiéndolo en los siguientes términos: “Sentido religioso, tregua universal, nobleza y selección, mejoramiento de la raza, caballerosidad, belleza, entendimiento entre los pueblos”i.

Nos preguntamos si el deporte sigue siendo un medio eficaz para fomentar estos valores. En el recuerdo de todos están diversas imágenes en las que diversas fuerzas terroristas o de gamberros peligrosos intentan manipular en su favor los pacíficos enfrentamientos deportivos. Algunos síntomas de corrupción de la sociedad se dejan ver en el deporte, que sufre siempre que se altera la convivencia entre los pueblos. Los enemigos de la paz son los mismos que intentan destruir la educación deportiva. El deporte moderno, que recoge lo mejor de la cultura griega y lo supera gracias al reconocimiento de la dignidad de toda persona humana (en la civilización de origen cristiano ya no hay esclavos sino hermanos) no puede volver a caer en los horrores de los Juegos del Imperio romano. En estos, la vida de los gladiadores era un simple objeto de diversión para un público que se dejaba manejar por los caprichos de los emperadores.

El lema olímpico “Citius, Altius, Fortius” nos sirve para recobrar el sentido del deporte como actividad al servicio del progreso personal y social. En este lema se hace referencia a las cualidades corporales del hombre que adquieren categoría al ser expresión de un impulso espiritual, de un vigor del alma que aspira a la perfección. El deporte no es una actividad que realicen los hombres para parecerse más a los animales, sino para disfrutar del dominio de la realidad material que constituye inmediatamente nuestro cuerpo. El afán de superación física y deportiva puede ser el comienzo de un comportamiento adulto conforme a la naturaleza humana.

“Templando el cuerpo y el espíritu en las severas normas de las diversas disciplinas deportivas, los deportistas se esfuerzan en conseguir la madurez humana necesaria para medirse con las pruebas de la vida, aprendiendo a afrontar las dificultades cotidianas con valentía y a superarlas victoriosamente”ii.

El antiguo lema “Mens sana in corpore sano” no es suficiente en una sociedad como la nuestra, que aspira continuamente a mejorar el logro de las virtudes que dignifican la vida y la hacen digna de ser vivida. Hace años, en la sede del Comité olímpico Internacional se grabó un nuevo recordatorio de lo que ha de conseguirse a través de la práctica deportiva: “Mens fervida in corpore lacertoso” (Espíritu ardiente en un cuerpo bien entrenado).

En su afán de practicar actividades físico-deportivas el hombre no puede detenerse en mejorar y mantener las constantes biológicas que definen una buena salud. El estado de salud física no satisface al hombre como puede hacerlo al animal. Con el cuerpo sano o enfermo el hombre ha de manifestar su dominio moral sobre sus condiciones corporales. El cuerpo de cada hombre, por material que sea, no es un objeto cualquiera. Es, ante todo, alguien, en el sentido

de que es una manifestación de la persona, un medio de presentarse ante los demás, de comunicación, de expresión extremadamente variada. El cuerpo del deportista está así puesto al servicio de su voluntad, libre de condicionamientos debidos a la falta de ejercicio o al exceso de bebidas alcohólicas. El cuerpo entero, y no sólo la cara, se manifiesta como espejo del alma. No se trata con el deporte de caer en una adoración del cuerpo, sino de transfigurarlo, de manera que nos acerque a los demás, a la belleza del mundo material y del arte, enriqueciéndonos continuamente a través de nuestra condición corporal.

El deporte moderno se ha revelado como un factor notable de cara al progreso de la fraternidad entre los hombres y a la difusión del ideal de paz entre las naciones. En todo deportista late el deseo de enfrentarse limpiamente con personas a las que aún no conoce. El noble afán de vencer le estimula a superarse a sí mismo, esforzándose en el entrenamiento para llegar a la máxima perfección física y técnica. En la seguridad de compartir estos ideales de perfección se fraguan muchas amistades duraderas. El espíritu impele a los deportistas a buscar el trato cordial con sus competidores, interesándose por sus países y culturas. Los organizadores de los modernos juegos olímpicos trabajan en multiplicar las ocasiones en que los deportistas puedan desarrollar estas fecundas amistades incluso en los breves días de los Juegosiii.

Los ejercicios físicos y deportivos cobran un valor educativo no por lo que son en sí, sino por lo que manifiestan y obran: una espiritualización de lo físico (al asumir con empeño el deber de perfeccionar el cuerpo) y una materialización de lo espiritual (al manifestar en el gesto deportivo la riqueza de la vida intelectual y afectiva). El deportista goza de un merecido prestigio social especialmente cuando pone sus cualidades logradas con esfuerzo al servicio de los demás, superando las vanas tentaciones de afirmación personal o de victoria humillante para los perdedores.

José Javier Fernández JáureguiLicenciado en Educación Física y en Filosofía y Letras jjavierjauregui@gmail.com

i Ideario Olímpico. Pierre de Coubertin. Ed. INEFii Juan Pablo II, discurso a los futbolistas, 25 de mayo de 1979 iii Carta Olímpica, 1 de septiembre de 2004, punto 39

Asociación Española de Filosofía del Deporte

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